Columna vertebral

Seis y media de la tarde. El sol poniéndose, la temperatura corriendo hacia abajo. Pero lindo. Una suave brisa, de ese otoño que ya se... Por Cuarto Intermedio

Seis y media de la tarde. El sol poniéndose, la temperatura corriendo hacia abajo. Pero lindo. Una suave brisa, de ese otoño que ya se vino, fresquita, del invierno que se avecina en la provincia de La Pampa. Una zona que no es la pampa húmeda, pero tampoco el desierto del oeste. Mucha arena. Menos lluvia que antes. Y de repente, me dijo el encargado, “están cosechando soja, ¿vamos?”.

Y fuimos. Nos subimos a la camioneta, y nos dirigimos hacia el lote en donde estaba trabajando el contratista. “El contratista”. Dos palabras que le sacan la humanidad al contenido. Por eso, mejor dicho, estaba trabajando la firma familiar que trabaja en este campo desde hace más de 50 años. Sí, el abuelo trabajaba con el abuelo dueño del campo, allá por los cincuentas. Y hoy, su nieto, estaba arriba de la cosechadora, cosechando soja, a las seis y media de la tarde.

Al llegar al lote podía apreciarse la labor de una máquina preciosa. Iba y venía, dejando el campo peladito, peladito. A diferencia del maíz o del girasol, en donde parte de la planta queda a la vista en la tierra después del paso de las cuchillas, la máquina que levanta “el yuyo” deja el terreno casi como una cancha de fútbol. De costado, se veía una persona en un tractor con una tolva vacía. Y más lejos, un camionero a la espera, al lado de un campamento para pasar la noche.

“¿Querés subirte?”, me dijo el encargado. Le hicimos una seña a quien manejaba la máquina, la detuvo, y nos subimos. Una vez dentro, tuve una mezcla de sensaciones. Por un lado, de maravilla, asombro. Por otro, una comprensión con sabor amargo.

La admiración venía por el lado de la tecnología. La verdad que la máquina es increíble. A medida que avanzábamos, la computadora arrojaba, en tiempo real, datos sobre los rindes, la humedad y la cantidad de terreno cosechado. Además, proveía gráficos que permitían comparar cuáles sectores eran los más productivos. Todo en forma instantánea, con una gran precisión. “Vos sos Martín, ¿no?”, le pregunté. Y me contó que hace poco tiempo habían hablado con su padre, de 75 años, de las décadas que habían trabajado esta tierra.

Y después me tocó manejar. Manejar la cosechadora. Una experiencia profunda. De fácil maniobrabilidad, había que estar atento al terreno. Lado a lado avanzábamos, escuchando la radio, hasta que un indicador comenzó a sonar. La máquina estaba llena, y había que descargar grano. Automáticamente, la máquina encendió una luz, el tractor se acercó, y a través de un tubo (también llamado chimango) comenzamos, sin detenernos, a descargar el grano en la tolva. “Vos quedate tranquilo”, me dijo Martín, “el tractor no te va a chocar”. Y en eso, se escuchaban por la radio los informes de los precios de los granos y el ganado, eso que uno escucha mientras maneja por la ciudad y no entiende bien de qué se trata.

Y entonces, conecté los puntos, y -creo- entendí. De repente, no estaba manejando una cosechadora en La Pampa. En ese momento, pasé a formar parte de la estructura que sostiene a nuestro país. De su columna vertebral. De su principal fuente de ingresos y posiblemente de empleo. Estaba en una tierra que tenía una máquina que usa la última tecnología (en el sector cuyos costos son los más competitivos del mundo) que estaba manejada por su dueño que tenía una persona esperando en un tractor para descargar la cosecha en un camión que sería conducido por otra persona para llevar los granos a un silo que en algún momento iba a ser transportado a otra planta para exportar o transformarse en aceite, milanesas o leche que, al final de la historia, significarían importantísimos ingresos de divisas a la nación. Todo ello, multiplicado infinidad de veces.

Y esto, a pesar de las retenciones, de lo caro que son los repuestos (cuando permiten su importación), del aumento en los costos laborales, de la poca ayuda en las sequías, etc. Hay veces que como sociedad perdemos el foco.

Al rato, le dije a Martín, “qué increíble, ¿no?. Esto no es otra cosa que la esencia de la Argentina.” “Sí”, me respondió. “Lástima que somos poco valorados”.

De ahí la comprensión con sabor amargo.