Qué “superpoderes” hay que derogar

La derrota electoral sufrida por el gobierno el 28 de junio pasado ha trastocado la agenda gubernamental, por eso es que la presidenta se vio... Por Cuarto Intermedio

La derrota electoral sufrida por el gobierno el 28 de junio pasado ha trastocado la agenda gubernamental, por eso es que la presidenta se vio obligada a convocar al diálogo. Por Jorge Horacio GentileProfesor de Derecho Constitucional de las Universidades Nacional y Católica de Córdoba. Ex diputado de la Nación.

 (Cuarto Intermedio  – 15 de julio de 2009)- Los parlamentos nacieron en la Edad Media para que los distintos estamentos de la sociedad controlaran los gastos y recursos del tesoro de los monarcas. En los tiempos actuales los diputados y senadores, que los integran, tienen por deber fundamental autorizar en las leyes de presupuesto el ingreso de recursos y el egreso de gastos que los distintos organismos del Estado, pueden hacer. Pero este “superpoder”, confiado al Congreso por la Constitución, y que es la llave maestra de las políticas que deben ejecutar el Presidente, sus ministros y, en general, todos los órganos del Estado; desde hace casi seis décadas le ha sido sustraído por el Poder Ejecutivo.

Desde el presupuesto del año 1950 todos los gobierno constitucionales, cualquiera haya sido su signo político, han incluido en las leyes que los aprueban una delegación de poderes para que el Poder Ejecutivo, sus ministros o, en los últimos tiempos, el Jefe de Gabinete, pueda modificar o cambiar el destino de las partidas que los integran. Esto hizo que los programas de políticas que el Poder Legislativo aprobaba anualmente se cambiaran, según la discrecionalidad de los funcionarios que debían ejecutarlos.

Los límites y restricciones impuestos en la reforma constitucional de 1994 a las delegaciones legislativas (art. 76 y 100 inc. 12) no modificaron esta práctica viciosa de nuestro Poder Legislativo.

Esto se agravó con el repunte económico registrado en los ejercicios posteriores de la crisis de 2001 porque en los presupuestos se hicieron estimaciones de recaudación y gastos muy inferiores a lo que realmente ingresó y se gastó, y los excedentes, merced a los “superpoderes”, delegados en las leyes de presupuesto, mediante las leyes de emergencia, y por los decretos de necesidad y urgencia, tuvieron el destino que el Poder Ejecutivo dispuso, lo que convirtió a los presupuestos en papel picado y le permitió al presidente acumular un gran poder, que nunca tuvieron sus predecesores. Con ello se priorizó las necesidades políticas electorales y se postergaron otras como las de educación, salud,  empleo, y de los jubilados.

Cuando se dictó la ley de Administración Financiera (Nº 24.156 de 1992), con buen criterio, se dispuso que: “El Poder Ejecutivo nacional podrá disponer autorizaciones para gastar no incluidas en la ley de presupuesto general para atender el socorro inmediato por parte del gobierno en casos de epidemias, inundaciones, terremotos u otros de fuerza mayor. Estas autorizaciones deberán ser comunicadas al Congreso Nacional en el mismo acto(…).” (art. 39). Pero en 2006, y para obviar las delegaciones presupuestarias anuales, se modificó un artículo de dicha ley (por la 26.124) que decía: “El Jefe de Gabinete de Ministros puede disponer las reestructuraciones presupuestarias que considere necesarias dentro del total aprobado por cada ley de presupuesto, quedando comprendidas las modificaciones que involucren a gastos corrientes, gastos de capital, aplicaciones financieras y distribución de las finalidades. A tales fines, exceptuase al Jefe de Gabinete de Ministros de lo establecido en el artículo 15 de la Ley N° 25.917. El incremento de las partidas que refieran gastos reservados y de inteligencia sólo podrá disponerse por el Congreso de la Nación.” (art. 37 ) El referido artículo 15 de la ley 25.915 (de responsabilidad fiscal), del que está exceptuado el Jefe de Gabinete, dispone que “El Poder Ejecutivo nacional, los Poderes Ejecutivos Provinciales y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sólo podrán, durante la ejecución presupuestaria, aprobar mayores gastos de otros Poderes del Estado siempre que estuviera asegurado un financiamiento especialmente destinado a su atención. Asimismo, no podrán aprobar modificaciones presupuestarias que impliquen incrementos en los gastos corrientes en detrimento de los gastos de capital o de las aplicaciones financieras.”

A esta “suma del poder público” que se concedió, se le sumaron los fondos fiduciarios, que proliferaron en los últimos tiempos, como otra forma de gastar que tienen los ministros sin que el Congreso los autorice ni los controle; y los de la organismos de seguridad, como la SIDE, que crecieron desmesuradamente, sin razón que lo justifique, en los últimos años.

Esta descomunal acumulación de poderes hizo desaparecer las presiones que le hacían a los presidentes las “ligas de gobernadores”; o los intendentes de municipios poderosos, como los del conurbano; u otros tipos de lobbies, que limitaban su margen de maniobra, y permitió, que mediante el toma y daca, se aceitara un sistema clientelístico por el cual los gobernadores e intendentes de todo el país pasaron a depender de la buena voluntad del presidente, o sus allegados, para el manejo de sus presupuestos, hacer obras públicas, otorgar subsidios y, también, para ganar elecciones.

Es de lamentar que pocos pueden tirar hoy la primera piedra en el Congreso, para abolir los “superpoderes”, ya que mucho de los opositores cuando fueron gobierno hicieron lo mismo.

La crisis financiera internacional y las urnas nos han dejado un mensaje que no puede dejarse de oír: el Estado debe sobreponerse a su debilidad y no debe dejar de gestionar el bien común. Para ello hay que hacer cumplir la Constitución; fortalecer las instituciones; jerarquizar al Congreso    -que es la más importante-; hacer que el presupuesto, aprobado y modificado solo por los representantes del pueblo y de las provincias, vuelva a ser un instrumento de las políticas del Estado, y no del capricho de los funcionarios que lo ejecutan, y hacer, de este modo, que se respete la división de poderes.

Para terminar con los “superpoderes” no alcanza, entonces, con derogar la ley 26.124, también hay que evitar delegar poderes en las leyes anuales de presupuesto, a través de los decretos de necesidad y urgencia, o de las leyes delegadas -dictadas en virtud de la ya crónica “emergencia”-, y es imprescindible establecer severos controles sobre el manejo de los fideicomisos que administra el Estado y acotar los fondos de organismos como la SIDE.