No es que los recientes hechos de violencia sean cosa nueva en la Argentina de hoy. Lo cierto es que estamos llegando a un estado de violencia tal, que casi sin darnos cuenta, puede conducirnos al precipicio… y terminar muy mal.
(Cuarto Intermedio – 24 de agosto de 2009) – Bien recordará el lector aquel dicho popular que evoca al sapito y el agua caliente. Si el sapito es introducido en una olla de agua hirviendo, pega un salto, se escapa, y se salva. Pero si es introducido a la olla de agua fría, y la calentamos lentamente hasta su hervor, el sapito casi no se da cuenta de los cambios y muere en el agua hirviendo.
Quienes sean mayores o estén cerca de los 30 años, recordarán con precisión casi quirúrgica lo bien que se vivía, en términos de seguridad, en aquella Argentina de antaño. Salir a la calle sin miedo era lo normal, jugar en la vereda también. Las casas no estaban enrejadas, no existían los barrios cerrados ni tampoco las empresas de seguridad privada.
Menos de veinte años más tarde, el contraste es notorio. No solamente todo lo que era ya no es, sino que el “vale todo” es realmente impresionante, y asusta. Y lo más terrible es que parece que estamos acostumbrados. Una persona con antecedentes violentos es abatida por un prefecto -al que atacó-, y se generó una situación de descontrol tal, que no se sabía quien controlaba a quien, llegando al punto de romper y destruir propiedad ajena, civil y policial. Un tribunal oral de la República dictó sentencia, y la muchedumbre que esperaba ese momento generó amplios desmanes, nuevamente rompiendo cosas que le eran ajenas. El Senado de la Nación convirtió en ley la prorrogación de las facultades delegadas al Poder Ejecutivo, y otra muchedumbre también provocó amplios disturbios. Y todo esto, sólo en los pasados 5 días.
No sabemos si el accionar del prefecto fue preciso, si la sentencia fue justa o si los senadores defendieron a sus provincias y al pueblo que les dio su mandato. Tal vez todas estas cosas sean discutibles. Pero lo que es inadmisible, desde todo punto de vista, es que cada uno actúe como quiera, se viole la ley, se afecte derechos de terceros, y que no pase nada. No puede ser que en nombre de algo que no gusta, se rompa todo. No puede ser.
Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología, se interesó por las bases de la estabilidad social. Él encontró que lo que le da cohesión y orden a cada sociedad es la conciencia colectiva de los valores compartidos de dicha sociedad (allí se encuentran la moralidad, la religión, la forma de ver lo que esta bien y lo que está mal, etc.). Cuando una sociedad sufre la pérdida de los valores compartidos, cae en un estado de “anomia” (sin norma, sin ley) y los individuos que la componen experimentan un creciente grado de ansiedad e insatisfacción.
¿La semejanza con la realidad será pura coincidencia?
Reflexionar y abordar estas cosas es muy importante, porque nos afecta cotidianamente. La responsabilidad es tanto nuestra, como de nuestros representantes. La ley se tiene que cumplir, y tiene que haber respeto por ella y por las instituciones. Me animo a aseverar que ninguno de nosotros quiere vivir en un estado de anomia.
Podríamos decir que somos el sapito y el agua esta cerca de hervir. Tratemos de darnos cuenta pronto, para que no sea demasiado tarde.