Trance onírico

Mientras caminaba y caminaba, por la bella Buenos Aires, tuve una idea que me pareció magnífica. Todavía no me queda claro si fue realidad o... Por Cuarto Intermedio

Mientras caminaba y caminaba, por la bella Buenos Aires, tuve una idea que me pareció magnífica. Todavía no me queda claro si fue realidad o ficción; puede que mientras escribo, aún esté dormido. O tal vez no.

(Cuarto Intermedio – 20 de diciembre de 2010)- Iba por la Avenida del Libertador, cerca de retiro. Venía pensando, “que suerte que nos toca vivir en este tiempo”; las razones de este sentir, diversas. Los impulsos nerviosos que corrían por mi cerebro de aquí para allá a través de mis neurotransmisores lograron transportarme a otros momentos de la historia. Pasé por la antigüedad, pero el encanto estaba en ser faraón egipcio, rey hebreo o emperador romano (dependiendo del siglo); de lo contrario, la expectativa de vida era baja, y la condición, esclavo, sometido, vencido o similar. Sí, la polis griega tenía su atractivo (¡vaya si lo tenía!), pero no era para nada sencillo ser ciudadano.Después vino un largo período medianamente oscuro, en donde, de nuevo, quién no era señor feudal era siervo de la gleba. Setecientos años más tarde seguimos recordado una de las peores pandemias de la raza humana, la peste negra. Se estima que cuarenta por ciento de la población europea murió entre los años 1348 y 1350. Estaba llegando a la plaza San Martín, y rápidamente pasó por mi mente Galileo, Leonardo, la revolución francesa, los jacobinos, Napoleón, la consolidación de los estados-nación, el florecimiento de las ideas. No es que no haya habido un Santo Tomás de Aquino o un Thomas Hobbes, es que ahora, de los 1800 en adelante, continuamente los paradigmas que rigen la vida son llevados a nuevos límites. Hasta que llegó la organización, la ley, el orden, el comercio (¿el fin de la historia?), y por fin, un crecimiento del mundo en los últimos cien años como nunca antes en su historia. Claro, no todo es color de rosa. No aprendimos del holocausto, y vino el Khmer Rouge; tampoco aprendimos y fuimos testigos, en primera fila, de cómo los Hutus se encargaron de los Tutsis. Pensé también en la “pobreza digna” y en la indignidad de las urbes… pero volví a la Argentina, a las comunicaciones, a nuestra educación, historia y cultura.Entonces, ensimismado en este fluir de ideas, de espaldas a la terminal de Retiro, lo decidí. Decidí romper otro paradigma (en realidad nada nuevo para quienes conocen la Argentina contemporánea). Tomé unas cintas amarillas y negras, esas mismas que llevan una advertencia escrita, y comencé a delimitar la Plaza. Había pocos transeúntes, por lo que no resultó difícil. Tomé una hoja de papel, y coloqué los precios, unos dos mil dólares estadounidenses por metro cuadrado. Mientras tanto, tomé mi celular, filmé, saqué fotos y comencé a relatar y promocionar mi accionar en Facebook y Twitter (¡qué iniciativa fantástica!) para, eventualmente, poder hacer un buen negocio. Comencé a planificar los métodos de cobro y un mailing de potenciales interesados.Sí, allí, en la Plaza San Martín, un Lugar Histórico Nacional; ¿por qué no? Lo novedoso de la iniciativa es su locación el norte de la ciudad, en un espacio bien cuidado. Meditaba, y concluía que lo que se puede hacer cerca del Riachuelo, se puede hacer cerca del Río de la Plata. Comencé a darme cuenta de que la policía me estaba desalojando a mi, a mis carteles, a mis amigos del momento y a mis cintas. ¿Cuánto tiempo había pasado? Me dijeron que los espacios verdes son de todos los ciudadanos, y que uno no puede ir e instalarse allí. Me gritaron, “flaco, que querías, vender los terrenos, armar planos, construir? ¿Estás loco? ¿Tu mamá y tu papá no te enseñaron la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal?” Sostuvieron que debía respetar la ley; yo pensaba “debo haber soñado lo del Indoamericano, no creo que yo haya sido el primero en pensar en tomar la Plaza San Martín”.Allí, paradito frente a la plaza, volví de ese trance onírico, y la vi preciosa, como siempre. Se escuchaba algún pajarito, mientras sentía una cálida brisa de verano, acompañada por el lógico bullicio automotor. No había nadie en la Plaza, claro. Entonces, disfrutando del orden a mi alrededor, pensando en que las sociedades exitosas creen en el principio de que no todo se puede, nuevamente pensé, “¡qué lindo es vivir en este tiempo!”.