Hace mucho tiempo que quiero hablar de este tema, pero tardaba en encontrar la forma que me pareciera más adecuada. Es que mi posición de Fiscal me obliga a tener que superar el simple estadio de la crítica o la protesta por la falta de seguridad.
(Cuarto Intermedio – 24 de diciembre de 2010) – Alguien, con razón, podría decirme que por mi trabajo en el sistema de persecución penal, formo parte del problema. Por eso llamó la atención hace algunos días, cuando el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires expresó su deseo de que los autores del homicidio de Matías Berardi (el chico de 17 años víctima de un secuestro y posterior brutal ejecución) vayan a la cárcel de por vida. Si bien coincido con el análisis, no se puede dejar de señalar que como máxima autoridad de la provincia también “forma parte del problema”.
Sin embargo, hay que rescatar una reflexión muy válida de las palabras del Gobernador Scioli, su reclamo aparentemente abierto y general, tiene como destinatario al sistema de aplicación de la ley penal, conformado por los legisladores que dictan las leyes, los jueces y fiscales que las interpretamos y aplicamos, y las autoridades administrativas encargadas de ejecutarlas. Más allá de las fallas que puedan existir en la seguridad entendida como prevención del delito, creo que una vez cometido, el sistema de persecución penal no está actuando de una forma adecuada, y de este modo, está provocando de manera indirecta, más inseguridad.
Ya conocemos que muchos de los delitos más violentos de los últimos años son cometidos por gente cada vez más joven. Sabemos de la influencia que tienen en este panorama, la pobreza, la marginalidad, la falta de oportunidades, de educación, de trabajo, y de modelos de vida que puedan tener a la mano esos jóvenes, y sabemos también cómo estos componentes constituyen un campo fértil donde crece la drogadicción, el desprecio de valores esenciales, entre ellos la vida (la ajena y la propia), la violencia y el delito.
Ahora bien, la solución de estos problemas estructurales no está en manos de quienes administramos justicia penal. Los problemas sociales y económicos se encaran a través de políticas sociales que dictan los poderes políticos del Estado (Ejecutivo y Legislativo), sin mayor intervención del sistema judicial. No obstante, desde hace algo más de diez años la realidad social ha impregnado el accionar de todos los órganos del Estado, y en lo que hace a la aplicación de la ley penal, el cuadro se resume en la idea tan extendida de que no se puede criminalizar la protesta social. Creo que a partir de esta premisa (que puede resultar en sí misma válida) se ha desvirtuado el sistema de persecución de los delitos, y hasta el principio de igualdad ante la ley. Conductas que siempre fueron infracciones administrativas o delitos, cuando son cometidas por algunos sectores desfavorecidos de la sociedad, quedan sin sanción. Cortes de calles, rutas, puentes, desmanes en la vía pública, destrucción de bienes del Estado, de edificios públicos, interrupción de los servicios de transporte, todo puede quedar justificado por tratarse de legítimos reclamos sociales, gremiales, estudiantiles, y un largo etcétera.
Esta situación de alguna manera se traslada a la interpretación y aplicación de la ley penal. Los delitos violentos cometidos por jóvenes provenientes de los sectores más desfavorecidos de la sociedad tienden muchas veces a ser tratados de una forma más benigna, más comprensiva. Además, no hay que olvidar aquí la influencia de la corriente conocida como “garantismo”, aunque mal llamada de esa manera, ya que en realidad, todas las interpretaciones y aplicaciones del derecho penal moderno (S. XVIII en adelante) tienen en cuenta y respetan las garantías del imputado consagradas en las modernas Constituciones y los más recientes Convenios Internacionales. Esta tendencia radicaliza las interpretaciones a favor, por ejemplo, de la libertad de los imputados durante el proceso, o a favor de calificaciones legales de los hechos menos gravosas, fundadas en una corriente que lleva, prácticamente, al abolicionismo del Derecho Penal. Esta postura parte de la premisa de que la culpa por la comisión de los delitos recae sobre la sociedad toda, por no haber brindado otras oportunidades de desarrollo a los delincuentes, razón por la cual la aplicación de la pena estatal pierde gran parte de su legitimidad.
Este tratamiento diferenciado de los delincuentes provoca que rápidamente recuperen la libertad personas que por el momento pueden no estar preparadas para vivir de otra forma que no sea el delito. Esta es la manera en que a mi juicio, el sistema penal genera inseguridad de una manera indirecta. Por eso creo que es legítimo y fundado el temor que gran parte de la sociedad argentina tiene de ser víctima de un delito, por eso este temor aparece primero en todas las encuestas sobre los problemas de la gente.
Creo que el Estado tiene la obligación de generar las condiciones para que se vayan solucionando los problemas sociales, educativos y económicos de los sectores menos favorecidos de la sociedad, y así rescatarlos de esa condición desigual. Mientras tanto, y desde todos sus órganos, tiene la obligación de llevar adelante políticas de seguridad tendientes a que los ciudadanos, especialmente los jóvenes, puedan recuperar la confianza en el futuro y puedan desarrollarse libremente en un ambiente de paz y libertad. La Justicia Penal también debe desempeñar en este esquema un papel preponderante, haciendo valer todos los derechos y garantías en juego, los de los delincuentes y los del resto de la población.