Mucho se habla (y mucho he escrito) acerca de la sensación de que en nuestro país -la Argentina- nunca pasa nada si uno transgrede una regla. Una de las consecuencias de este tipo de comportamiento social, por cierto, es la impunidad, con todo lo negativo que ello tiene y que, por desgracia, conocemos bien.
(Cuarto Intermedio – 9 de febrero de 2012) – Pues bien, narraré a continuación una breve crónica que pretende describir un sentimiento completamente antagónico. Es posible que dispare una reflexión dual; por un lado alguno juzgará que como país estamos perdidos; otro pensará que en realidad torcer la situación es posible.
El episodio que relataré es real; no me ocurrió a mí; la primera persona del singular es sólo a los efectos narrativos.
“La semana pasada, mientras viajaba en avión con destino a los Estados Unidos, pensaba, hacia mis adentros, ‘qué bueno que por un rato me voy a liberar del yugo de la inseguridad’. Y sí, la verdad que en el gran país del norte -a pesar de sus muchos defectos- me olvido de mirar para atrás, al costado, arriba y abajo, abro y cierro la puerta tranquilo, total no pasa nada. La inseguridad está en todos lados, te pase o no te pase, y es como que uno se acostumbra. Eso es lo peligroso; llegamos al punto en que nos olvidamos de que se puede vivir mejor, como vivían nuestros padres. Debería ser una obligación de nuestros dirigentes resolver el problema, pero evidentemente como pueblo no somos lo suficientemente maduros como para exigirlo o ser parte activa de la solución.
En fin, lo que pasó fue una desgracia con suerte. Una noche, en un auto lujoso que me prestaron, decidí salir a pasear por South Beach, Miami. Una barrio atractivo, con mucha diversidad de gente y ofertas de todo tipo. Además, es allí donde la noche vibra, con todo lo que ello implica: mujeres bonitas luciendo altos zapatos, autos llamativos, boliches sofisticados y… aunque nadie lo mire, pululan por allí también las drogas, el alcohol y algo de violencia.
Mi intención era ir a comer y luego a tomar algo. Todo marchaba viento en popa -esa brisita tropical, agradable, estaba presente-, hasta que en el momento en que le estaba entregando mi máquina al encargado del valet parking, un sujeto se acercó estrepitosamente y con movimientos y léxico violento me apuntó con un arma y me indicó que le diese las llaves. Rápido. Y así lo hice, por supuesto, y también pensé, en esas fracciones de segundo, en qué feo sería perder la vida, y uh, qué macana, pensé que en Estados Unidos iba a estar tranquilo.
¿Y qué pasó después? Llamé al 911, me atendieron en segundos, y tras la minuciosa descripción del hecho ocurrieron dos cosas (una de las cuales me enteré después). La primera, vino una patrulla a la puerta del restaurant. La segunda, un comando se lanzó a la caza de estos delincuentes.
150 cuadras más lejos y 15 minutos más tarde, la policía entabló un tiroteo, baleó al auto, logró que se detuviera, y apresó a los dos ladrones. Media hora más tarde me encontraba en la comisaría, en una rueda de reconocimiento digna de una película, viendo cómo detrás de un vidrio desfilaban cinco personas que no podían verme a mi. El encargado del valet parking, otro testigo y yo se hicieron presentes, reconocimos a los responsables del robo, y tras el papelerío que requiere este tipo de sucesos, nos fuimos.
15 minutos y los tenían. 10 años de cárcel para ambos (y por suerte para ellos no me llevaron a pasear, dado que por robo y secuestro la ley prevé 25 años de prisión aproximadamente).
15 minutos, los agarraron, y adentro por 10 años. Y sí, acá no se jode”.
¿Y por qué en la Argentina prácticamente nadie tiene esta sensación?
¿Por qué nadie tiene miedo a transgredir la ley?
¿Por qué seguimos permitiendo que prolifere la impunidad, sabiendo adónde ello nos conduce?
¿Por qué allá pueden y acá no?
Son muchas preguntas con -en mi caso- pocas respuestas. Pero lo que sí creo es que se puede. En un país como la Argentina, falta la voluntad de un pueblo para negarse al acostumbramiento de lo pernicioso y falta también la voluntad del mismo pueblo para exigir y hacer valer sus legítimos derechos.
Claro que recetas mágicas no hay. Pero querer es poder. Y muchas ciudades del mundo, lo han ya demostrado.