Y de repente, no se bien desde cuando, me di cuenta, nos dimos cuenta, de que la ley en la Argentina está en un permanente estado de interpretación. Claro, en un país normal eso sería una tarea lógica del poder judicial. Pero no, acá no.
Hubo vez en la Argentina un concepto de respeto por la ley y por la autoridad diferente. Quién no recordará, o habrá escuchado algún cuento, acerca del policía de la esquina. En aquel tiempo (hace tanto, hace tan poco), quién hubiera osado gritarle a un oficial de la fuerza pública, esa misma persona que transmitía seguridad y era recibido -a veces, claro- en casa a tomar una taza de té. O dudar de la honestidad de Marcelo T. de Alvear, Arturo Illia, Ítalo Lúder o Raúl Alfonsín. Difícil saberlo.
Es cierto, las cosas cambiaron. Y mucho. ¿Pero puede la revolución en las telecomunicaciones o Internet justificar la debacle de los valores? ¿Ha pasado en otras latitudes? ¿La culpa es toda de Facebook y Twitter? ¿O es que acaso no cambiaron los valores?
Hace unos días, un grupo de manifestantes decidió interrumpir los accesos a la Capital Federal en plena hora pico. El gobierno tildó esta protesta de extorsión, pero no ordenó liberar las rutas. Claro, tenían un reclamo y la legitimidad del mismo no terminó en donde empiezan los derechos de los otros. Consecuencia: millones de personas varadas y demoradas durante horas; o visto de otra forma, el país perdió (por enésima vez) valiosas horas de productividad.
Más o menos por la misma fecha, una señora llamó al 911 para ser asistida. Los oficiales llegaron, y en lugar de socorrerla, la asaltaron. Todo bajo el atento registro de las cámaras, que dejaron constancia del sentimiento de total impunidad. El vicepresidente de la Nación, por caso, está sospechado de ser parte de un escándalo mayúsculo de corrupción, y vive de concierto en concierto, tocando la guitarra al compás de su frase preferida, “Clarín miente”. El vicepresidente. Y parece que nadie se escandaliza.
Hay algo que se llama la ley (será que lo hemos olvidado, o habrá caído junto con los valores). Básicamente, la ley propone qué se puede y qué no se puede hacer; qué está bien y qué está mal. Se presume conocida por todos, y su interpretación está a cargo de señores y señoras nombradas por concurso, cuyo acceso al mismo sólo pudo haber sido logrado gracias a una impecable trayectoria previa. Y el respeto por la misma -por parte de los ciudadanos y de aquellos que deben hacerla cumplir- garantiza el normal funcionamiento de una sociedad.
Pero de pronto, ya no queda claro que esto sea así. De repente, en 2012, tras años de crecimiento a tasas chinas e inflación oficial y desempleo de un dígito, sigue siendo válido que el interés individual de algunos prevalezca sobre el bien común. Y está bien que los porteños sean rehenes de una ridícula disputa de poder entre el gobierno central y el metropolitano; y que la policía te robe son cosas que pasan; y que nos corten las calles es algo que debemos tolerar; y que los gobiernos nos provean de estadísticas poco confiables no es tan grave. Y hasta es normal que un gobernador piense que un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación puede no ser acatado.
Casi parafraseando a la diputada Carrió, hay que ir por una revolución que reviva y sostenga nuestros valores. Sólo así volveremos a un país en donde los padres sostengan a los docentes, las fuerzas de seguridad prevengan en el delito y las máximas autoridades del país no se encuentren permanentemente bajo la lupa de la deshonestidad. Así, tal vez, podamos encontrar el camino de un mejor porvenir con mayor facilidad.
Bill Clinton le debe a James Carville la autoría de una frase que tanto lo ayudó a derrotar a George Bush en 1992. “Es la economía, estúpido”, pregonaba. Tal vez en 2015, la clave sea “son los valores, querido”.